Había una vez, una espiga (si no sabéis lo que es, es una espiga de trigo) llamada Elena.
Era muy parlanchina y le gustaban las bromas, tanto, que se las gastaba a todo el mundo.
Como al pan Pedro:
-Tralarí, tralará........¡AYYYY! -gritó Pedro.
Y Elena siempre se iba antes de que la riñeran.
O como a la harina Harry:
-Tururí, tururá..... ¡POOOOOORRRRRASSS, ELENNA! -gritaba Harry.
También gastaba bromas cuando empezaba una fiesta, con la alcaldesa Bollo Bea:
- Esto va aquí, y esto hay....... ¡PPPPUUUUUUAAAAAAAAAJJJJJJJJJJ! -dijo la Alcaldesa.
Elena era la hija de un humilde dentista que, a pesar de castigos y regañinas, Elena sieeeempre se salía con la suya:
- Pero,.. ¡Elena!, ¿que haces aquí a esta hora?, ¡si son las 21:00 h.! -decía su padre.
- He venido tan tarde para... ejem... hacer la compra -contestaba Elena.
Un día su padre, cansado de tanta broma, se le ocurrió una idea.
Era el hacerle a Elena una broma a ella, sin que lo supiera.
La noche antes, todos sabían lo de la broma.
Cuando llegó al colegio, dijo:
- ¡Que bien! He llegado la primera -dijo ella.
Pisó un escalón y... acabó cubierta de gusanos, gelatina!
Así le dijeron todos a coro:
- ¡Así, ¿ya has aprendido la lección?! -dijeron.
Y así, Elena aprendió la lección; nunca más hacer bromas con malas intenciones.
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